Me tagearon en este note de JoanAimeé Hughes-Keene: Y lo quiero compartir con ustedes...
Panamá tiene sabor a agua de mar, a tierra mojada y a carnita de coco. En la mañana, sabe a dos carimañolas con una taza de café, y en la noche, a té de hierba de limón con rosquitas de La Arena.
Cuando el tráfico nos detiene a orillas de la bahía, la patria no sabe a nada. El sol aprieta el aire dentro del carro y la angustia por acelerar los autos alrededor hace todo intolerable. Afuera, la brisa anuncia el verano y el mar refleja el sol en su apogeo. Solo nos acordamos de que las olas están allí cuando entra por el ducto del aire acondicionado el perfume de la bahía.
Panamá tiene sabor a ciruela traqueadora, a pelusita de guaba y a guayabita madura.
“Rojo con un real de leche”. Metemos el dedo para que el hielo nade mejor en el sirope y la leche condensada, y como queramos negar que nos comimos un raspao, no podremos, tendremos los dedos manchados del delito. Para el hambre que quema las tripas, no basta con un bollo preñao de carne, se requiere una orden de chow mein de pollo.
Patria es el peso de los tembleques sobre la cabeza y el vuelo de la zaraza abanicando los pies. Es el meneo sensual de “soba que soba y soba, Mariana” y el sereno silbido de la flauta de un kuna.
Tanto rogar por alcanzar el paraíso y lo tenemos a la vuelta: 365 islas sin tráfico ni vidrios ahumados ni televisión. En San Blas es fácil encontrar nuestra soñada isla desierta y percibir los olores de este hueco del planeta. Huele a pescado, a aceite de coco, a cuerpo al sol, a agua salada.
Panamá sabe a jugo de naranja con raspadura y a pixbae recién salido de la olla. Suena a “Mami, ’tas buena”, “bien cuidao” y “un real de menta, por favor”.
Panamá es pedazos de la vida de millones de personas, los que nos quedamos, los que nos fuimos y los que solo vinimos de paso. Es el calor que te despierta sudando de la siesta y el aguacero que te arruina el uniforme del 3 de noviembre. Panamá es vivir con la danza del mar bajo tus pies y con el olor del fogón llamándote cual canto de sirena. Panamá es luz, fogaje y pereza.
“Ruega por nosotros, santa madre de Dios...” El “tum tum” fúnebre de la procesión te apachurra el corazón, las velas iluminan el camino para anunciar que viene Don Bosco, el Cristo Negro de Portobelo o Santa Librada. En ese caminar curamos las penas, damos las gracias y pedimos lo que creemos que nos falta.
Panamá suena a totorrones en Semana Santa, a saloma al atardecer y a monos aulladores en la madrugada de la selva.
Para sobijar las penas y humedecer las alegrías está el “seco”. Para bailar bajo el sol del mediodía sin morir en el intento están los culecos, y para ahorrar sin darse cuenta, está el club de mercancía.
Panamá es pequeño, larguito y angosto, una tripita apenas. Es el cordón umbilical sin el cual las Américas no serían una, sino dos. Es tan chiquito que ir de un café del Casco Viejo a bailar en el sofoco del Cosita Buena toma unos minutos en una noche clara y de abuelitas recogidas.
Su pequeñez es deliciosa y portable, como dijo Ricardo Miró, “quizás fuiste tan chica para que yo pudiera llevarte toda entera dentro del corazón”.
Panamá tiene el ardor de una raja de canela y el acidito de un cebiche. Huele a gallina de patio, a guardado de humedad y a guandú fresco y oloroso. En Navidad sabe a saril, en Semana Santa a pan bon y en patronales a puerco frito.
Aún con sus ricos sabores, de vez en cuando nos da por “revolver la mirada y sentir espanto” ante el político ladrón, la solución que nunca llega y el conformismo que no mueve nada. Los flojos nos quedamos en la quejadera, los sabios usamos la palabra “salao” solo para pedir la golosina roja en la tienda del chino.
“Panamá por Dios privilegiada, El te hizo centro del mundo y de todas razas”, cantamos los fieles feligreses en la iglesia. Otros preferimos el “playa, brisa y mar es lo más lindo de la tierra mía” y algunos bailamos la patria con el ”bum bum” del reggae. Pero todos estamos de acuerdo con aquello de que “patria son tantas cosas beeeeeeeellas”.
A mí, la patria me sabe, me huele y me suena a mar, ese que se quedó atrapado en “la pequeña celda del caracol”.
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